[Español] Navegando los recuerdos de mi infancia
Un viaje de integración y resignificación de lo que fue mi infancia
This post was originally written in Spanish, but it is also available in English. If you want to read the English version, you can read it here.
Este artículo fue originalmente escrito en Español pero también se puede encontrar disponible en Inglés. Si prefieres leer la versión en Inglés, la puedes encontrar aquí.
Cuando sea viejo, no quiero recordar mi niñez como algo triste, pues eso significaría que solo hubo sufrimiento y no alegría. En realidad, tanto el sufrimiento como la alegría estuvieron presentes durante mi infancia.
Si tuviera que elegir recordar mi niñez de alguna manera, quisiera recordarla como el sabor de una Toronja… Sí, una toronja—o también conocida como pomelo en países como Argentina.
Si alguna vez has comido una toronja, sabrás que es una experiencia compleja. Es una combinación de dulzor, agrura, amargura y acidez. Incluso, astringencia*…*
Cuando comes una toronja, lo primero que resalta es su sabor ácido, que es inmediatamente seguido por su dulzura. Es esa misma dulzura la que ayuda a mitigar la incomodidad que podría causar su ácido, convirtiéndose en una explosión agridulce y disfrutable en el paladar.
A medida que sigues comiendo la toronja, el amargor y astringencia hacen su aparición, especialmente cuando te acercas a la parte de la cáscara. Si alguna vez probaste la cáscara de una toronja, creo que podemos estar de acuerdo en que ésta es quizá la parte más retadora, pues puede producir picazón alrededor de la boca... Si alguna vez sentiste esta picazón, seguro sabes que es una experiencia simplemente molesta—a menos que disfrutes el dolor. En ese caso, nada que decir. Para gustos, los colores, sabores y sensaciones :)
En conclusión, comerse una Toronja es una experiencia compleja. Incluso, confusa. Es de amores y de odios. Comerse una toronja no es algo que simplemente que pasa. Es una experiencia que se vive, tal como se viviría una montaña rusa. Es imposible no estar lleno de emociones…
Y si alguien sabe de gustos por la Toronja, son los argentinos. Eso sí, ellos no le llaman toronja. Le llaman pomelo. Los argentinos son adeptos consumidores de toronja. Consumen la toronja (pomelo) en diferentes formas: en su estado natural, en exprimidos, en ensaladas, en almíbares, en mermeladas, en bebidas alcohólicas, en sodas, e, incluso, en aguas saborizadas! También tienen confites de toronja y chicles de toronja…Y bueno. Aquí me podría quedar enumerando las diferentes presentaciones. Pero ese no es el punto de esta historia…
El punto importante de esta historia es que durante mi viaje por Argentina y que gracias al gusto argentino por la toronja, decidí que cuando sea viejo quiero recordar mi niñez como una toronja…
Fue aquí, entre las montañas de la cordillera de los Andes y el desierto mendocino, que recordé que cuando era niño en mi casa había un árbol de toronjas. Yo solía recolectar las toronjas y las vendía por 100 o 200 pesos colombianos en la tienda de mi papá—por allá en el 2002-2004 cuando tenía 8-10 años…
Este pequeño recuerdo me recordó que, contrario a lo que mi me mente quiere creer por momentos, mi niñez no estuvo solo llena de sufrimientos, si no que también estuvo llena de momentos simples y felices que hicieron mi infancia disfrutable.
Contrario a lo que mi mente quiere creer por momentos, mi infancia no fue algo triste, si no una experiencia compleja, tal como el sabor de una toronja. Dulce por momentos, agria en otros y amargo-astringente por ratos…
Mi Niñez
Nací en la costa colombiana, en una pequeña ciudad llamada Sincelejo. Soy hijo de madre sincelejana y padre antioqueño. Crecí en medio de una mezcla de diferentes regiones y linajes. El linaje de mi madre se remonta a los indígenas Zenúes, los pobladores originarios de la zona hoy conocida como Sincelejo. Por el lado de mi padre, un linaje antioqueño que se puede rastrear hasta la época de la colonización española en el oriente de Antioquia, particularmente El Santuario, Antioquia.
Desde pequeño, era muy antioqueño para los costeños y muy costeño para los antioqueños. Crecí con una identidad cultural mezclada y confusa. Nunca me sentí parte de ninguna de las dos culturas. Esto hizo que ninguna identidad cultural predominara en mí, convirtiéndome en un forastero en ambos lados.
Además de mi identidad marcada por la confusión cultural, mis primeros años de vida fueron marcados por una vida “semi-nómada,” pues a tan solo un año de edad, me mudé con mis padres de Sincelejo, mi ciudad natal, a Montería, otra ciudad de la costa colombiana.
Vida Semi-nómada: Aprendiendo a navegar los sentimientos de Soledad y Solitud
Mis primeros años estuvieron influenciados por las constantes mudanzas de mis padres. A los seis años, ya había vivido en seis casas y seis barrios diferentes. En promedio, cambié de vivienda cada año, una estadística que refleja la realidad de mi infancia. Un dato de color para esta estadística, es que, además, para cuando cursaba el quinto año de primaria, ya había asistido a cinco colegios diferentes. Lo cual implica que cambié institución educativa casi cada año…
Este constante movimiento me llevó a no arraigarme a lugares físicos. Después de todo, en un abrir y cerrar de ojos, estaría en otro lugar. Cambiar de compañeros y entorno se hizo natural para mí; mi hogar y mi mundo eran donde mis padres y yo estuviéramos.
Como hijo único durante diez años, y con un estilo de vida semi-nómada, no tuve muchos amigos de niño. Entablar relaciones a largo plazo era difícil. Esto me llevó a sentirme solo en gran parte de mi infancia. El sentimiento de soledad fue algo con lo que cargué de niño. Sin embargo, con el tiempo, aprendí a disfrutar de mi propia compañía. La soledad simplemente se convirtió en solitud y la solitud se convirtió en algo que podía disfrutar. Mis momentos de solitud y disfrute incluían sentarme en el parque de la iglesia a ver pasar a la gente, observar a las hormigas construir sus imperios subterráneos y jugar a la pelota en casa.
La solitud me llevó a crear mundos imaginarios y vivir en ellos. También me volví bueno imaginando historias y escribiéndolas. La escritura fue una gran compañera durante mi infancia, tal como lo es aún hoy…
A pesar de aprender a disfrutar la solitud, el precio que tuve que pagar fue la carencia de habilidades sociales. Esto me generó mucho problemas, pues debo admitir que de niño nunca fuí bueno encajando. Donde quiera que llegaba era el centro de atención, dado que además de ser un forastero, era el niño raro que nunca encajaba. Llamar la atención nunca me gustó, pues me trajo muchos problemas y me hizo blanco de maltratos físicos y verbales por parte de mis compañeros de colegio, lo que hoy se llama bullying.
El bullying, los juicios y el maltrato físico que recibí durante mi niñez son algunos de los traumas que más han marcado mi identidad. Recuerdo aún la mayoría de los insultos y golpes que recibí; se quedaron profundamente grabados en mi memoria. Hasta hace poco, no era consciente que las secuelas aún están presentes, como balas incrustadas en las paredes de lo que fue una zona de guerra.
Hasta hace unos años, me consideraba introvertido, pero esta es solo una palabra descriptiva de algo más profundo. Más que un introvertido, soy alguien que decidió mantener un bajo perfil para evitar ser juzgado. Después de todo, llamar la atención significaba golpes y juicios de mis compañeros de colegio y amigos de la infancia. Fui un niño desadaptado que le costó encontrar su lugar y su tribu. Así que gran parte de mi personalidad se formó tratando de adaptarme para encajar y no verme herido. Durante mi infancia reprimí parte de mi identidad y dejé de expresarme por pena y vergüenza.
Mi vida semi-nómada terminó a los seis años, cuando mis padres compraron una casa y logramos establecernos en un lugar fijo en Sincelejo, mi ciudad natal. Allí pasé los siguientes diez años de mi vida hasta cumplir dieciséis, cuando me mudé a Medellín para estudiar, ciudad donde vivo desde hace catorce años. Establecernos en un lugar fijo me permitió desarrollar un sentido de comunidad y establecer relaciones más duraderas.
El mundo espiritual y religioso en el que crecí
Crecí en una familia sumamente religiosa y espiritual. Pasé los últimos años de mi niñez y adolescencia mayormente en cuatro lugares: mi casa, el colegio, la iglesia y la tienda de mi papá.
De niño fui monaguillo y músico. Crecí dictando catequesis los sábados por la tarde y tocando el bajo en la misa de los domingos a las 10 AM. Esto me llevó a creer que nuestra vida es algo más que lo terrenal y que hay algo más grande que nosotros. El mundo espiritual fue, y aún es, mi refugio ante las tribulaciones de la vida.
Gracias a esto, crecí leyendo la Biblia y libros como “Gotas de Sabiduría.” Este tipo de lecturas y mis interacciones en la iglesia me inclinaron hacia temas existenciales, religiosos y espirituales. Desde niño siempre me hice preguntas como: ¿Cuál es el sentido de la vida? o ¿Por qué estamos aquí? Intentar encontrar respuestas a estas preguntas ha sido el compás director de mi vida.
Fueron estas inclinaciones y circunstancias las que dieron origen a mi carácter introspectivo y meditativo. Más tarde, estos mismos intereses se manifestaron en mi deseo de aprender sobre filosofía y psicología, así como otras religiones como el hinduismo y el budismo. Aunque mi papá me podría considerar un hereje por alejarme de la iglesia y explorar otras religiones, quiero creer que mi vida espiritual se la debo a él y su herencia, y por ello estoy agradecido.
Hoy, la espiritualidad y la ética son ejes fundamentales en mi vida. Sin embargo, cargo con el peso de haber crecido en una familia católica y haberme alejado de mi religión. Esto ha causado diferencias ideológicas con mi familia y, en ocasiones, me ha hecho sentir rechazado. Hubo momentos en que pensé que no podía ser yo mismo ante ellos y reprimí algunas partes de mí. Sin embargo, esto es algo que estoy soltando y ya hoy puedo mirar hacia atrás y sentirme agradecido por la tradición espiritual y religiosa que me pasaron, pues constituye gran parte de mi identidad.
Trabajar, Trabajar y Trabajar
Finalmente, una de las cosas que marcó mi infancia fue la tradición de "trabajar duro," como decimos coloquialmente en Colombia. O como diría un ex-presidente colombiano, recibí la tradición de "trabajar, trabajar y trabajar."
En un país marcado por la falta de oportunidades y la pobreza, la tradición de "trabajar duro" es esencial para salir adelante. Fue lo que mis papás aprendieron y lo que les permitió mejorar su situación económica. Y esto fue precisamente lo que me enseñaron a mí: trabajar, trabajar y trabajar.
Entre la falta de habilidades sociales, las pocas oportunidades y la soledad de mi niñez, trabajar fue lo que mejor aprendí. Mis hobbies incluían acompañar a mi papá a las 4 AM a la plaza de mercado, cuando me permitía acompañarlo, y los castigos consistían en pelar ajo y cebolla, o llenar bolsitas con pimienta de olor para vender en la tienda. Fueron estas actividades las que inculcaron en mí valores como la disciplina y el respecto.
La tradición trabajadora de mi familia me llevó a destacarme en el colegio, en la universidad y en la vida profesional. Aunque nunca fui el más brillante, siempre fui de los que más "duro" estaba dispuesto a trabajar.
Una frase que me marcó durante mi adolescencia fue una que escuché a uno de los trabajadores de mi papá. En una conversación común y corriente de negocios, el trabajador le dijo a mi papá: "Yo no sé, pero aprendo rápido." Esta frase me impactó y definió gran parte de mi identidad. De alguna manera, la adopté como lema y siempre estuve dispuesto a "ponerle las horas" a cualquier cosa necesaria para progresar y destacarme donde quiera que fuera.
Esta fue una tradición muy bonita y significativa que recibí de mis papás, pero también fue esta misma tradición la que me llevó a un declive emocional a los 28 años, cuando la ansiedad y la fatiga se apoderaron de mí debido a las largas jornadas de trabajo que adopté durante esos años—jornadas de entre 12 y 16 horas diarias. Lo único que sabía hacer era dormir, comer y trabajar. Después de todo, ¿qué más podía hacer con mi vida? Es lo único que aprendí.
Mi crisis a los 28 años me obligó a reinventarme y a redescubrir partes de mi personalidad. Hoy, después de 2 años de ese declive emocional, aún sigo trabajando en desarrollar nuevas partes de mi ser—como mi gusto por los viajes, la fotografía y la escritura. Al mismo tiempo, estoy sanando, resignificando y reintegrando partes de mi personalidad que se quedaron reprimidas en el pasado por circunstancias que no comprendía en ese momento.
El todo es más que la suma de las partes
Una nota musical no hace una canción. Así como una palabra no hace un escrito...
Sin embargo, algo maravilloso ocurre cuando muchas notas musicales se juntan de manera armoniosa y dan vida a una canción. Lo mismo pasa cuando un cúmulo de palabras, que parecen no tener relación entre ellas, se unen y forman un escrito.
Es en la unión y la integración de las partes que el todo emerge y se convierte en algo más grande.
Este escrito que estás leyendo es el producto de un año intensivo de terapia, donde he revisitado mi infancia de diferentes maneras. Durante este tiempo, he tratado de darle sentido a lo que no era más que un conjunto disperso de sentimientos y memorias almacenadas en mi mente, esperando ser revisadas y que se les diera coherencia.
Antes de este año, mi vida y los diferentes momentos que he vivido no eran más que una colcha de retazos sin armonía. Hoy, al integrar las diferentes partes y experiencias que he vivido, la sensación de un todo, de una nueva entidad integradora, ha comenzado a gestarse dentro de mí.
Es en este ejercicio de integración que he encontrado paz y alivio. He aprendido a aceptarme tal como soy y con lo que he vivido, e incluso a sentirme agradecido. Al inicio de este proceso, simplemente quería soltar y dejar ir todo mi pasado. Con el pasar de los meses he entendido que no se trata de soltar, si no de integrar…
Hoy, me permito recordarlo con cariño y reconocer cómo la persona que soy hoy es producto de todo lo que sucedió. Me permito recordar con agradecimiento y sin resentimiento. No recuerdo para ser víctima de mi pasado, sino para permitirme integrar lo que sucedió.
Si hace dos años me hubieras preguntado cómo recordaba mi infancia, te hubiera dicho que fue triste y que definitivamente no la disfruté. Por algún motivo, mi memoria selectiva decidió creer esto. Pero cuando decidí mirar más de cerca mis recuerdos, encontré momentos como las toronjas que vendía en la tienda de mi papá, las tardes sentado en el parque de la iglesia viendo gente pasar, mi curiosidad por observar a las hormigas construir sus imperios subterráneos, los mundos creativos que inventé en mi cabeza y las historias que escribí durante las tardes de soledad en casa.
Hoy puedo decir que mi infancia no fue triste. Tal como mencioné al inicio de este escrito, mi infancia fue como el sabor de una toronja. Fue una experiencia compleja y enriquecedora. Dulce por momentos, agria en otros y amargo-astringente por ratos.
Integrar ha implicado para mí no solo recordar lo malo, sino también lo bueno. Ha implicado saber que la felicidad y la tristeza coexistieron en mi infancia... Y eso es precisamente lo que la hace la experiencia compleja y hermosa.
Y bueno... Esa es la vida misma, ¿no?
Después de todo, parte del arte de vivir es aprender a ser feliz, incluso durante las circunstancias adversas que nos encontramos en la vida.
El arte de vivir es comerse una toronja y admirar la complejidad de la experiencia, reconociendo no solo lo bueno o lo malo, sino la mezcla de ambas experiencias y cómo se relacionan. Es aprender a disfrutar las partes ácidas, dulces y amargas.
Después de todo, lo que alguna vez fue motivo de tristeza hoy puede ser motivo de alegría…
Con amor,
Antony 🌻